Cuando era niña, en la casa del pueblo, mi abuela tenía un perro de porcelana negro que era espantoso. A mí me daba miedo. Era tan feo que una noche, viniendo de farra, mi padre y mi tío lo rompieron, para disgusto de mi abuela al descubrirlo al día siguiente… y para alegría del resto de la familia.
Hoy, pasados, qué sé yo, cuarenta y cinco años, me encantaría rebobinar la vida y volver a ver aquel perro. Quizás para confirmar si era tan horrible como lo recuerdo, que seguramente sí. Pero también porque ahora lo entiendo: no era solo un adorno, era una historia, un trozo de mi abuela, de nuestra familia.
Al ponerme a reflexionar sobre lo que salvaría de un desastre, por alguna extraña conexión mental, me vino a la mente aquel perro, tan feo y tan querido por mi abuela y me hizo pensar en cómo asignamos valor a las cosas. No por su apariencia, sino por lo que representan. En un desastre, ¿qué sería lo que yo intentaría salvar?
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